Ya, en cierto modo, me conocen. Mi nene, el Santi, sin autorización,(atrevido como siempre,) publicó el relato de mis recuerdos. Como se habràn dado cuenta, no nací ayer. Con mi amigo del alma, Häberli, que se me fue hace poco, decíamos que con Benedetti e Idea Vilariño, somos de la sub 20. Por el año en que nacimos. Los espero.Tata

martes, 31 de mayo de 2011

miércoles, 25 de mayo de 2011

Como hacer turismo en Uruguay ¿natural?, y seguir vivito, coleando, y feliz

Y como plagiar el título a Andrea.


Este fin de semana, decidimos con Liliana visitar las termas del Arapey, allá por el norte salteño. Invitamos a mi cuñada, y allá fuimos. La partida fue a las 24.30 desde Tres Cruces. Un ómnibus excelente por la comodidad de sus asientos, pero no tanto por la transparencia de las ventanillas. Entonces, la noche no demasiado clara me privó de el espectáculo para mí siempre emocionante de ver, bordeado por el verde oscuro de los montes criollos, renovarse el milagro de la presencia de uno de los tantos arroyos que nos regaló la suerte, lo que hace que vuelva a mí el recuerdo de aquel (como decía Osiris, ) gurí del mojarrero, al que felizmente nunca dejé me abandonara del todo.

Y, a las 6 y media en punto, llegamos a la terminal de Salto.

Preciosa. ¡Ja, en mis tiempos no había! Claro; yo estuve en el Seminario del 1931 al 32; hacen apenas 80 primaveras. Desayuno, claro, y a esperar el transporte. Y, la tristeza de ver, a la salida de la ciudad, la cantidad de viviendas (si así se les puede llamar) precarias. Fábricas de gurises sin futuro, salvo la cárcel o la pasta base. Que lo parió; ya apareció el “sociomoralista”. Já, y no saben la que les espera cuando hable de los campos de la patria. Como decía el barítono aquél que silbaron cuando terminó su aria. ¡¡Ah, habete fischiatto a mé.!! ¡¡aspettate lo tenore!! Porque salvo unos pocos quilómetros cercanos a la ciudad, donde hay cantidad de invernaderos y naranjales preciosos, el resto de los campos de la patria de aquél que dijo , “para que los más infelices sean los más privilegiados”, te hace dudar de lo del contento y feliz del título, ya que solo te queda el derecho a putear a los dueños de la inmensidad de una tierra que tendría que ser de todos, pero es de unos pocos que no pagan, (el Cuqui los liberó) el impuesto de primaria. Y tienen razón; para que van a pagarlo si ellos mandan a sus nenes a estudiar a EEUU o a la rubia Albión.

Desfilan por la ventanilla quilómetros y más quilómetros de hectáreas, con cada tanto, un montecito de abrigo, y alguna aguada a la que para llegar, los animales tienen que caminar horas bajo el sol del norte. Pero no todo es así; en la zona cercana a Salto, como ya dije, naranjales e invernaderos dominan el paisaje. Y, ya más al norte, cada tanto aparece una pradera artificial donde la tierra se viste de un verde precioso, poblado de vaquitas, a las que, a pesar de ser ajenas, causa placer el mirarlas.

Y , de pronto, la cinta verdeoscura de un monte que anuncia al viajero la presencia casi mágica de uno de los tantos arroyos que la suerte nos regaló, y que ahora, felizmente, a la luz del día, y a pesar de la ventanilla traidora, podemos ver bastante bien.

Cruzamos el puente sobre el Arapey, y a la distancia, aparece la imagen desmelenada de una palmera, para mí vieja conocida, (esta es mi cuarta visita) que indica la entrada al camino hacia las termas. Unos ñandúes solitarios y algún paisano en su caballo animan el paisaje, donde solo se ven leguas de campo en los que cada tanto una punta de ganado pone movimiento. Aparecen las lagunas del Arapey, las que cuando niño las veía desde el ferrocarril, rodeadas de unos montes a los que, si no se conocían había que entrar con baqueanos. Pero durante la guerra, al acabarse el petróleo, los autos empezaron a usar gasógenos que funcionaban a leña. Y, la piqueta fatal del progreso entró a tallar, y ese paisaje entonces glorioso, ahora se transformó en un campo vacío con dos enormes espejos solitarios.

En las termas, nos esperaba el hotel, con su piscina interior combinada con una externa, a la que se llega pasando en la forma más elegante posible por debajo de un panel de plástico transparente. Por supuesto con el agua al cuello. Lo que no deja de ser toda una aventura.


El hotel es cómodo, con un entorno maravilloso, y unos desayunos pantagruélicos. Y, como es de imaginarse, enfilé, ni bien llegamos, raudamente hacia el Arapey.

Felizmente ahí el monte criollo permanece intacto en la ribera opuesta; seguramente está protegido.

El paisajista encargado de diseñar el entorno era, es, un campeón.El agua de las piletas, que se renueva constantemente, baja desde estas hacia el río, recorriendo un camino cortado cada tanto por pequeñas cascadas artificiales, por las que discurre rumorosa, para unirse así a la música del canto constante de los pájaros que saludan la mañana. Y, en lugares en los que los árboles se separan dejando espacios libres, macizos de flores aparecen de improviso, transformando el paisaje en una maravilla de luz, distancia y color.

Las doñas quedaron disfrutando la pileta externa, flanqueadas por dos ceibos gigantes, que seguramente nacieron con el hotel, y que conservaban, ya algo marchitas, las últimas flores otoñales. Vuelta al hotel, y las chiquilinas me llevaron a explorar el entorno. En el paseo nos entusiasmamos con un grupo de casitas, todas, como dice la canción, de blanco color, para alquilarlas y volver, en primavera con el nieterío a disfrutarlas.

El día siguiente, Domingo, amaneció radiante. El sol norteño lucía en todo su esplendor, transformando el rocío que cubría el campo, en un enorme manto luminoso. Y me sonó en el recuerdo aquella canción, creo que es de Lena, que cantan los Olimas.

Mañanita no te apures,

que el silencio está… quietito

Y en la punta de los pastos,

está dormido el rocío….

Y enfilé derechito hacia el Arapey, para acercarme a su orilla y recordar al gurisito que se paraba, embobado, a contemplar el otro río enorme donde los camalotes se agrupan a veces como islas verdes, para navegar por su corriente, que rápida en el centro se aquieta en la orilla, en las que se quedan a veces prisioneras del juncal.

Y, de nuevo, en el milagro de la mañana recién nacida, el vapor del amanecer, que como una gasa transparente se levanta lenta acariciando el agua, y también se desvanece lentamente hasta borrarse del paisaje. Al volver al hotel, aparecieron, envueltas en el rocío, una cantidad de flores del campo. Era el día de la madre. Por lo que me las apropié sin mucho remordimiento y armé ramos para las mamás presentes y uno para una que se fue pero siempre está. Fue una hermosa y florida despedida.

En la próxima reencarnación me voy a conseguir, en la Intendencia de Salto, un puesto de ayudante de jardinero en las termas. Recuerdo que en las de Daymán, uno de ellos me dijo: a mí me pagan para ser feliz.

De manera que la pasamos de primera, eu lembré, no muito, más lembré o meu portuñol casi esquecido. Falé muito con dois bayanos de Livramento; asim que mesmo eu gostaría voltar.

Y voy a terminar este relato, con una frase que nadie ha dicho. Como lo bueno siempre se termina, llegó el momento de volver. Y desandamos el camino, Tres Cruces, Taxi, y a Casita, pero felices, y, prontos a disfrutar del recuerdo, que también forma parte de la experiencia.

miércoles, 4 de mayo de 2011

CLUB DE LECTORES - Colaboración de Fernando Terreno.

Destino de mujer

Cuento de Roberto Fontanarrosa

Aquellos que conocieron un Rosario pecaminoso, un Rosario receptor de mujeres de todo el mundo que llegaban a Pichincha para ejercer su triste e infame comercio, no pueden olvidar a María Antonia Barrales.
María Antonia Barrales era un hombre de postura arrogante, corto de palabras y rápido para la acción. Se había acostumbrado a la violencia y convivía con ella desde muy pequeño. No era extraño; había nacido en un conventillo de calle Urquiza, donde calle Urquiza cae hacia el río y transitó una infancia libre y difícil donde aprender a defenderse era primordial. Los carreros que salían con las chatas desde los almacenes de Rosenthal lo vieron trenzarse a golpes y ladrillazos con el piberío. Casi siempre por la misma causa; la feroz burla que causaba su nombre: María Antonia Barrales.
El culpable había sido su padre, pero nadie le daba tiempo para explicarlo. Nadie le creía cuando él contaba que don Simón Barrales anheló siempre tener una hija. Y que había decidido que llevaría por nombre María Antonia. La madre de don Barrales, una genovesa terca y trabajadora, insistía en que debían ponerle "Enrica". Y los sucesos se precipitaron, faltando dos meses para que la mujer diese a luz, la policía descubrió que don Simón Barrales robaba kerosén, naftalina y cueros de los almacenes de Rosenthal, donde trabajaba. Descubierto el hombre debió huir. Pero antes, empecinado, cumplió su sueño. Fue al registro civil y anotó a su próximo hijo con el nombre de "María Antonia Barrales". Adujo que de la misma forma en que hay niños que se anotan mucho después de nacidos, así como hay criaturas que van solas a registrarse, él usufructuaba el derecho de anotarla antes.
Además, descartaba el riesgo de que su mujer se saliera con la suya de bautizarla con un nombre itálico.
Y así creció María Antonia, debiendo hacerse respetar a golpes de puño, puntapiés y adoquinazos.
Le soliviantaba hasta la exasperación al muchacho que lo llamasen "María Antonia". Pidió al principio que le dijesen "María" y, más tarde y cansado de luchar, "Nené". Pero no hubo caso. Creció y se hizo hombre con ese baldón, con esa marca que traía desde la cuna.
Pero no era siempre gratuito llamarlo así. Una vez, en un baile en uno de los piringundines del Bajo, en la "Parrilla-Dancing La Guirnalda" de don Saturnino Espeche, María Antonia Barrales se enojó, no quiso que un engominado compradito venido del San Nicolás le gritara su nombre en medio de la pista. María Antonia sacó un revólver y le pegó tres tiros al atrevido. Le dieron cuatro años. Pero el juez actuante en la causa dictaminó que debía purgarlos en la Cárcel de Mujeres.
La cosa fue en los Tribunales viejos de Córdoba y Moreno y hay gente que se acuerda todavía. María Antonia elevó su voz de tenor en la protesta: él no quería ir a la Cárcel de Mujeres. El juez aceptó escucharlo, pero miró la partida de nacimiento y fue muy claro:
—Acá usted figura como María Antonia Barrales, caballero —le dijo, mostrando los papeles—. Persona de sexo femenino.
María Antonia en su ofuscación, perdió la línea. Sin dar tiempo de nada a los guardias, se bajó los pantalones y mostró su hombría.
Le recargaron la pena en dos años por exhibición obscena frente a un juez de la Nación.
Cumplió su condena en la Cárcel de Mujeres y volvió a la libertad.
Trabajó como estibador, carrero y matarife en el frigorífico de Maciel. Cada tanto retornaba a la cárcel por trenzarse en peleas a causa de su nombre. Fue en una de esas peleas que reparó en él don Teófilo Carmona, el caudillo radical, patrón y soto de barrio Triángulo. Lo sacó de la cárcel y lo tomó como guardaespaldas. En cien entreveros María Antonia hizo derroche de coraje, sangre fría y hasta crueldad innecesaria.
Pero todo fue inútil. El estigma de su nombre volvía sobre él, como una enfermedad recurrente. Y se dio por vencido.
Dejó el revólver, se apartó del cuchillo, y se casó con don Teófilo que desde tiempo atrás venía proponiéndole una vida más tranquila en los patios silenciosos de su casa solariega.
Allí cuidó niños ajenos, aprendió secretos de la cocina criolla y tejió para afuera.