
Este Juan Pascualero, el del blog “El cuchillo del herrero” con su casa anfibia, reflotó un montón de vivencias, perdidas en el tiempo pero nunca olvidadas. Todas tienen que ver con el (mi) río y su entorno.
Y aunque para quienes no vivieron esos momentos irrepetibles de la irrepetible infancia suene exagerado, hay cosas que cuando niño, como atravesar el río enorme en noches de verano o pisar descalzo el rocío de la mañana las disfrutábamos pero sin asombro, hoy, recuerdos queridos, hacen que sintamos muy hondo cada momento parecido a aquellos. Por eso en Piriápolis cada amanecer me parecía mágico. Si bien al estar rodeado por cerros faltba la distancia infinita del campo interminable, se nos perdía la vista en lo infinito del mar. Y pienso en los gurises de ciudad que al levantarse solo ven dibujitos o entran a internet. Por supuesto que es fantástico. Ojalá hubiéramos tenido nosotros también esa posibilidad. Pero; ¿que sentirían esos mismos gurises si un amanecer vieran en el espejo de un arroyo quieto subir como una gasa transparente el vapor que se desprende del agua hasta desaparecer en el silencio poblado de pájaros, al que quiebra cada tanto el ¡plop! de una mojarra que al saltar deja en el agua de ese arroyo, como decía don Juan Zorrilla, el dibujo de temblorosos círulos concéntricos. Seguramente sin saberlo, guardarían en lo más hondo el asombro que viviría de nuevo cuando de nuevo fueran testigos del milagro. Por eso traté, siempre que pude, que primero los hijos y luego los nietos, participaran al máximo de esas experiencias.
Y aunque para quienes no vivieron esos momentos irrepetibles de la irrepetible infancia suene exagerado, hay cosas que cuando niño, como atravesar el río enorme en noches de verano o pisar descalzo el rocío de la mañana las disfrutábamos pero sin asombro, hoy, recuerdos queridos, hacen que sintamos muy hondo cada momento parecido a aquellos. Por eso en Piriápolis cada amanecer me parecía mágico. Si bien al estar rodeado por cerros faltba la distancia infinita del campo interminable, se nos perdía la vista en lo infinito del mar. Y pienso en los gurises de ciudad que al levantarse solo ven dibujitos o entran a internet. Por supuesto que es fantástico. Ojalá hubiéramos tenido nosotros también esa posibilidad. Pero; ¿que sentirían esos mismos gurises si un amanecer vieran en el espejo de un arroyo quieto subir como una gasa transparente el vapor que se desprende del agua hasta desaparecer en el silencio poblado de pájaros, al que quiebra cada tanto el ¡plop! de una mojarra que al saltar deja en el agua de ese arroyo, como decía don Juan Zorrilla, el dibujo de temblorosos círulos concéntricos. Seguramente sin saberlo, guardarían en lo más hondo el asombro que viviría de nuevo cuando de nuevo fueran testigos del milagro. Por eso traté, siempre que pude, que primero los hijos y luego los nietos, participaran al máximo de esas experiencias.
De las habilidades de mi nene, además de sus hazañas arbóreas, así como del Risueño, ya me ocuparé.
(NOTA: Fotos del río Arapey publicadas por Marcelo en Picassa Web )