lunes, 26 de diciembre de 2011
sábado, 19 de noviembre de 2011
En una estación de servicio de Ancap, a la altura de 33, paramos para cargar combustible y, en el minimercado de la estación, comprar algún refresco. De lo otro íbamos provistos. No se concibe ir a un paseo campestre sin practicar equitación. Y para hacerlo, es bueno tener siempre a mano un Caballito. Y si es Blanco, mucho mejor. Pero como de costumbre, genio y figura, olvidé mi sombrero en casa. Como el sol del norte no perdona, decidí comprar uno. Le pregunté a la cajera y me contestó que no tenían. Se ve que ante mi cara de desolación, ( o mi atractivo personal), me dijo: no se aflija; yo le consigo uno. Fue hacia adentro, y se me apareció con una gorra con el logo de Ancap. Cuando le pregunté el precio, --de ninguna manera , me contestó; es un regalo--. Y, dejando de lado las bromas tontas, confieso que me emocionó el ver que, a pesar de todo, todavía quedan seres humanos que valen la pena, y hacen honor a la especie. Después, ya en la cabaña donde nos hospedamos, encontré en la parte interior del gorro, el nombre de Mónica. Era de ella. Cuando volvimos, mientras se cargaba combustible para el regreso, entré al mini, y por suerte no estaba en la caja; le pregunté a la muchacha de turno, y me dijo que volvía en la tarde. De esa manera pude comprar unos bombones y dejárselos como agradecimiento.
Y seguimos andando. Tomamos la ruta que lleva a la quebrada; un camino secundario de balasto, sinuoso y nunca plano; siempre adornado por matas de margaritas que parecen explotar en amarillo.
El borde del camino está siempre pintado de ese color. A medida que avanzamos, ese camino se vuelve más quebrado; repechos y descensos con curvas a veces imprevistas, mientras a la distancia, el paisaje parece hecho para enloquecer a algún pintor de aquellos impresionistas. Contraste de verdes oscuros en los pinares, claros en los eucaliptos, y luminosos en la gramilla cubierta de rocío cuando la pinta el sol de la mañana, ya bastante alto sobre el horizonte. Y, a la distancia, como recostadas en ese horizonte, las cuchillas se desperezan llenas de esas cambiantes luces y sombras mañaneras.
Llegamos a destino, a ocupar el alojamiento, unas cabañas de paredes de madera y techo de totora, acorde con la aventura de revivir tiempos ya idos. Sin luz eléctrica, cada vez que iba al baño, recorría la pared cercana a la puerta en busca de la llave. La presencia del farol a gas, un avance frente al de mecha de mi niñez, hace que, que aunque no vivamos aferrados a los recuerdos, ellos no dejen de acompañarnos.
Y, en el entorno de nuestra cabaña, troncos de árboles, (eucaliptos) centenarios, que fueron cortados a una altura que los hace, con su diámetro de casi un metro, lugar de apoyo del termo para mientras se matea, charlar a gusto y paladar.
Liliana y los amigos arrancaron para la quebrada. Como no soy ya el de ayer, decidí descansar y juntar fuerzas para el día siguiente. Me senté en el patio, y recibí la visita de una pareja de chingolos, (el gorrioncito criollo), que evidentemente, al no ser agredidos, son mansitos. Vinieron a buscar comida; fui a traerla, pero al volver no estaban. Pero sí estaban golondrinas, que se paseaban volando bajito en bandadas azules, armando un escándalo de chirridos nada musicales, pero que les servía, para así, a su manera, cantarle a la vida. Y volvieron los chingolos. Ya con más confianza, aceptaron el pan que les puse, y se los llevaban, se ve que tienen a sus nenes. Estoy seguro que de quedarnos unos días, terminaban comiendo de mi mano.
Esa noche usamos la churrasquera de la cabaña para practicar el ritual del asado criollo, chorizos incluídos. Lo hizo Javier, el esposo de una colega y amiga de Liliana, con los que compartimos la aventura. Después, ver de nuevo el cielo poblarse de las estrellas que solo pueden verse en la soledad y ausencia de luz del campo, y que a los habitantes de la ciudad nos están negadas. Venus rutilando casi en el horizonte, y el cielo inmenso, donde no cabe una estrella más. Lo que no pude ver, fue la vía láctea; no se si no es visible en esta latitud. Y pensás como nuestros antepasados, deslumbrados por ese milagro, no se iban a inventar un Dios, (a nuestra imagen y semejanza, claro) capaz de crear todas esas maravillas. Y los árboles quietos, y el silencio que de pronto se acaba cuando un grillo nochero empieza a cantar y parece que es para toda la noche. Y, ahora sí, al día siguiente a la quebrada. Pero como me levanté cuando doña Aurora se desperezaba y el sol recién aparecía, me encontré con el eterno milagro de la mañana. ¿Recuerdan la canción de los Olimas?. “ no te apures mañanita, que el silencio está quietito, y en la punta de los pastos, está dormido el rocío” Este no estaba dormido. Pocas veces, (diría que nunca) he visto, y menos en primavera, un rocío como este. Me mojé hasta el apellido cuando fui a buscar unas flores del campo que en la noche aparecieron a poca distancia. Y, ahora sí, a la quebrada. Si bien las cabañas no están lejos, como después hay que meter pata, fuimos en el auto hasta el inicio de la pasarela. Liliana que estuvo hace un par de años, quedó encantada; antes había que bajar todo ese tramo a pie por entre pedregales. Es que sabían, los encargados del lugar, que iba a visitarlos un señor que ya cumplió cinco veces 18, y se compadecieron. Quedó preciosa. La pasarela, quiero decir Si bien es verdad que es empinada y el regreso se las trae, primero escalones y luego un repecho que ya te digo, no hay piedras de punta ni tierra suelta. Solo la madera amiga. Y, en lugar de pasamanos, una cuerda solidaria. Termina en una balconada que domina el panorama , donde se unen el arroyo Yerbal con
miércoles, 28 de septiembre de 2011
Valle del Lunarejo
martes, 30 de agosto de 2011
sábado, 27 de agosto de 2011
martes, 31 de mayo de 2011
miércoles, 25 de mayo de 2011
Como hacer turismo en Uruguay ¿natural?, y seguir vivito, coleando, y feliz
Y, a las 6 y media en punto, llegamos a la terminal de Salto.
Preciosa. ¡Ja, en mis tiempos no había! Claro; yo estuve en el Seminario del 1931 al 32; hacen apenas 80 primaveras. Desayuno, claro, y a esperar el transporte. Y, la tristeza de ver, a la salida de la ciudad, la cantidad de viviendas (si así se les puede llamar) precarias. Fábricas de gurises sin futuro, salvo la cárcel o la pasta base. Que lo parió; ya apareció el “sociomoralista”. Já, y no saben la que les espera cuando hable de los campos de la patria. Como decía el barítono aquél que silbaron cuando terminó su aria. ¡¡Ah, habete fischiatto a mé.!! ¡¡aspettate lo tenore!! Porque salvo unos pocos quilómetros cercanos a la ciudad, donde hay cantidad de invernaderos y naranjales preciosos, el resto de los campos de la patria de aquél que dijo , “para que los más infelices sean los más privilegiados”, te hace dudar de lo del contento y feliz del título, ya que solo te queda el derecho a putear a los dueños de la inmensidad de una tierra que tendría que ser de todos, pero es de unos pocos que no pagan, (el Cuqui los liberó) el impuesto de primaria. Y tienen razón; para que van a pagarlo si ellos mandan a sus nenes a estudiar a EEUU o a la rubia Albión.
Desfilan por la ventanilla quilómetros y más quilómetros de hectáreas, con cada tanto, un montecito de abrigo, y alguna aguada a la que para llegar, los animales tienen que caminar horas bajo el sol del norte. Pero no todo es así; en la zona cercana a Salto, como ya dije, naranjales e invernaderos dominan el paisaje. Y, ya más al norte, cada tanto aparece una pradera artificial donde la tierra se viste de un verde precioso, poblado de vaquitas, a las que, a pesar de ser ajenas, causa placer el mirarlas.
Y , de pronto, la cinta verdeoscura de un monte que anuncia al viajero la presencia casi mágica de uno de los tantos arroyos que la suerte nos regaló, y que ahora, felizmente, a la luz del día, y a pesar de la ventanilla traidora, podemos ver bastante bien.
Cruzamos el puente sobre el Arapey, y a la distancia, aparece la imagen desmelenada de una palmera, para mí vieja conocida, (esta es mi cuarta visita) que indica la entrada al camino hacia las termas. Unos ñandúes solitarios y algún paisano en su caballo animan el paisaje, donde solo se ven leguas de campo en los que cada tanto una punta de ganado pone movimiento. Aparecen las lagunas del Arapey, las que cuando niño las veía desde el ferrocarril, rodeadas de unos montes a los que, si no se conocían había que entrar con baqueanos. Pero durante la guerra, al acabarse el petróleo, los autos empezaron a usar gasógenos que funcionaban a leña. Y, la piqueta fatal del progreso entró a tallar, y ese paisaje entonces glorioso, ahora se transformó en un campo vacío con dos enormes espejos solitarios.
Felizmente ahí el monte criollo permanece intacto en la ribera opuesta; seguramente está protegido.
El paisajista encargado de diseñar el entorno era, es, un campeón.El agua de las piletas, que se renueva constantemente, baja desde estas hacia el río, recorriendo un camino cortado cada tanto por pequeñas cascadas artificiales, por las que discurre rumorosa, para unirse así a la música del canto constante de los pájaros que saludan la mañana. Y, en lugares en los que los árboles se separan dejando espacios libres, macizos de flores aparecen de improviso, transformando el paisaje en una maravilla de luz, distancia y color.
Las doñas quedaron disfrutando la pileta externa, flanqueadas por dos ceibos gigantes, que seguramente nacieron con el hotel, y que conservaban, ya algo marchitas, las últimas flores otoñales. Vuelta al hotel, y las chiquilinas me llevaron a explorar el entorno. En el paseo nos entusiasmamos con un grupo de casitas, todas, como dice la canción, de blanco color, para alquilarlas y volver, en primavera con el nieterío a disfrutarlas.
El día siguiente, Domingo, amaneció radiante. El sol norteño lucía en todo su esplendor, transformando el rocío que cubría el campo, en un enorme manto luminoso. Y me sonó en el recuerdo aquella canción, creo que es de Lena, que cantan los Olimas.
Mañanita no te apures,
que el silencio está… quietito
Y en la punta de los pastos,
está dormido el rocío….
Y enfilé derechito hacia el Arapey, para acercarme a su orilla y recordar al gurisito que se paraba, embobado, a contemplar el otro río enorme donde los camalotes se agrupan a veces como islas verdes, para navegar por su corriente, que rápida en el centro se aquieta en la orilla, en las que se quedan a veces prisioneras del juncal.
Y, de nuevo, en el milagro de la mañana recién nacida, el vapor del amanecer, que como una gasa transparente se levanta lenta acariciando el agua, y también se desvanece lentamente hasta borrarse del paisaje. Al volver al hotel, aparecieron, envueltas en el rocío, una cantidad de flores del campo. Era el día de la madre. Por lo que me las apropié sin mucho remordimiento y armé ramos para las mamás presentes y uno para una que se fue pero siempre está. Fue una hermosa y florida despedida.
En la próxima reencarnación me voy a conseguir, en
De manera que la pasamos de primera, eu lembré, no muito, más lembré o meu portuñol casi esquecido. Falé muito con dois bayanos de Livramento; asim que mesmo eu gostaría voltar.
Y voy a terminar este relato, con una frase que nadie ha dicho. Como lo bueno siempre se termina, llegó el momento de volver. Y desandamos el camino, Tres Cruces, Taxi, y a Casita, pero felices, y, prontos a disfrutar del recuerdo, que también forma parte de la experiencia.
miércoles, 4 de mayo de 2011
CLUB DE LECTORES - Colaboración de Fernando Terreno.
Destino de mujer
Cuento de Roberto Fontanarrosa
jueves, 14 de abril de 2011
Aquí me pongo a contarte 1
Recuerdan que prometí, si me daba el coraje, el contar que también yo, tuve mi canción hasta ahora casi secreta. Salvo para el Santi, con el que a veces, y cuando me visita, (de acuerdo a la droga de la verdad ingerida,) surge la necesidad de contar al amigo, (al mejor, claro,) mi deslumbramiento al descubrir el amor, y le relato entonces la experiencia vivida, que para mí fue gloriosa , y mantuve siempre guardada en el recuerdo.
Él me animó a hacerlo, porque según dice, las damas siempre están ávidas de escuchar o leer esas historias. Y decidí hacerle caso.
Acá va. Tenía 13 años recién cumplidos cuando dejé el Seminario, en el que estuve año y medio. Volví a mi pueblo añorado, donde mi hermana, que trabajaba en un casa de comercio en la que vivía, ya que era como de la familia y donde no había comodidad para mí, me mandó a un establecimiento de campo enorme, (no hay duda que siempre fui afortunado) al que limitaba por el oeste el río Uruguay, y por el sur un arroyo, creo era el Itacumbú, que al desembocar en el río Padre, formaba con él un triángulo glorioso, de monte, cielo, agua y pájaros. Y casi en esa orilla, señoreaba un timbó. Creo que es el árbol más grande de nuestros montes nativos. Seguramente la mayoría de ustedes lo conocen. Su semilla tiene la forma de una oreja. Y es negra. Es muy común en las plazas de nuestros pueblos, donde se lo conoce como oreja de negro. Tiene una particularidad; ese al menos la tenía, de no tener un follaje demasiado tupido por lo que su sombra a veces no es total, lo que hizo que quedara en el recuerdo de mi piel para siempre. Ya lo sabrán, pero todo a su tiempo.
Ya conté en otra oportunidad que durante mi estadía en ese lugar, por la mañana, llevaba a caballo, través de un campo enorme de trigo recién cosechado, el desayuno a los muchachos, hijos del propietario, (mate cocido con leche) en aquellas latas de dos litros que habían sido de aceite. Y luego, (aquí empieza la historia,) al medio día ayudaba a la hija de la casa, a llevar la ropa para lavar en el río. Ella tenía 18 y yo 13.
Por otra parte, yo venía del Seminario donde la virtud era condición indispensable para salvar el alma. Y ella, en cambio, no venía como yo, de un lugar donde la castidad era un estilo de vida que de no respetarlo condenaba al fuego eterno. Por el contrario, hasta hacía muy poco tiempo, vivían en Azul, cerca de Buenos Aires, donde había dejado a su novio. Y, claro, después de conocer el cielo, pensaría que el haberlo perdido sí que era un infierno. Osiris dice; “y era una tarde de estío!!” . ¿Saben lo que son los veranos del norte? Entonces imaginen; la pobrecita me habrá mirado, y sintiendo su soledad, (de todo tipo) se habrá dicho: algo es algo. No olvidar que era Diciembre. Y me propuso darnos un chapuzón. Por supuesto, me interné en la playita con mis pantaloncitos cortos; ella lo hizo en ropa interior.
Se imaginan; quedé sin respiración. Voy a transcribir una de las estrofas de Osiris.
Y era redondo el arrullo
caliente de las torcazas
y el churrinche prisionero
de mis sienes palpitaba!
Palpitaba…. Y ella, abría
Su risa como una jaula!
Claro; con mis trece años, virtuosos pero románticos, no sentí los arrullos calientes pero si ví dos torcazas prisioneras. Qué importaba el calor de los arrullos , si adivinaba la tibieza de las torcazas. Y les aseguro que el churrinche de mis sienes quería levantar vuelo. Y el agua fresca del río, a mí, al menos, me aquietó un poco, (no tanto) el latido de mis sienes treceañeras.
Luego llegó el momento de volver-como decían allá- a las casas. Y entonces ella me dijo algo que me dejó sin respiración. “Que feo que es estar con la ropa empapada; mañana para bañarnos vamos a desnudarnos, así no se nos moja.” ¿Se imaginan el susto.? No; no pueden imaginárselo. El susto y la ansiedad por que llegara el momento.
Y, cosa que nunca me sucedía, esa noche el sueño no llegaba. Pero a esa edad aunque tarde, nunca falla. Se imaginan a qué hora de la madrugada me desperté.
Después, la que no pasaba nunca era la mañana. Hasta que llegó, como decía Peloduro, la hora crucial de la historia, que era la del baño. Llegamos al río. Por supuesto, la que llevaba la voz cantante era ella. Como la lleva siempre el sexo ¿débil?- “Sacate los pantalones.” Ante mi duda: “¿qué estás esperando?”. Lo tengo todo fotografiado en la memoria. Una vez que lo hice: “ahora desprendeme el corpiño.” No se decía desabrochame ni tampoco soutien. Y sucedió el milagro. Osiris dice; “la ví desnudar su cobre, para jugar en el agua.” En este caso no fue su cobre. Lo que hasta ahora habían sido torcazas enjauladas, brillaron, con su color blanco mate y sus piquitos rosados, en todo su esplendor.
Y, seguramente , desde el más allá don Sigmund Freud se restregaba las manos, al encontrarse con un Edipo por partida doble. Ella, con su mezcla de adolescente ardiente y de mujer de desbordante de ternura, y yo, un gurí embobado por esa ternura que mi madre no había podido ofrecerme, (murió de tuberculosis antes de mis tres años, nunca me besó ni me pudo amamantar) pero ya con mi cuerpo encendiéndose no solo en ternura, formábamos una pareja ideal para ser estudiada por una sociedad de sicólogos. Por supuesto, quien tomó la iniciativa fue ella. El poema dice: “nos quisimos en la ardiente media luna de la playa”. Nosotros lo hicimos a la sombra del timbó, sobre una alfombra verde de gramilla que tapizaba la arena. ¡Y era un medio día de estío!!....
Nunca, las pocas veces que eso sucedió, cambiamos de escenario. No hubo trigo, ni parvas, ni flores como sombrillas. Recuerdo solo la gloria tibia de su piel.
Cada vez que aquello vuelve a mi memoria siento, quemándome la espalda como gotas de fuego, el sol norteño que se filtraba por entre el follaje del timbó.
Y, aunque no lo crean, mi conciencia de seminarista me remordía. No olvidemos que el protector de nuestra castidad era san Luis Gonzaga, al que nos ponían como ejemplo en el seminario. Pero, la verdad, el temor a un infierno hipotético, desaparecía cuando uno vivía permanentemente en el cielo. Y, como se imaginan, me enamoré perdida y desesperadamente. Me costaba dormirme, deseando que llegara la mañana y, por supuesto el medio día. Cada hora en la que no estaba cerca de ella, duraba una eternidad.
Ella debutaba como profesora. Yo, absolutamente virgen de toda experiencia, lo hacía como alumno. Siempre he dicho que soy un tipo con mucha suerte. A pesar del deslumbramiento, creo haber sido un alumno aventajado. La profe lo reconoció prodigándome caricias y ternura. Eso me marcó de por vida, y sirvió de escudo para, cuando ya de grande, y frente a una deprimente experiencia prostibularia, que no volví a repetir, recordara que eso no tenía nada que ver con la verdad.
Voy a llamar al Santi, mi consejero, para que me autorice a publicar o no esta experiencia. Si la hubiera escrito otro, me sonaría a una novelita barata de Corín Tellado.
Pero fue tal cual